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Sakkarah

Cuentos.

La desesperación de la vieja.

La desesperación de la vieja.

La viejecilla arrugada sentíase llena de regocijo al ver a la linda criatura festejada por todos, a quien todos querían agradar; aquel lindo ser tan frágil como ella, viejecita, y como ella también sin dientes ni cabellos.

Y se le acercó para hacerle fiestas y gestos agradables.

Pero el niño, espantado, forcejeaba al acariciarlo la pobre mujer decrépita, llenando la casa con sus aullidos.

Entonces la viejecilla se retiró a su soledad eterna, y lloraba en un rincón, diciendo: «¡Ay! Ya pasó para nosotras, hembras viejas, desventuradas, el tiempo de agradar aun a los inocentes; ¡y hasta causamos horror a los niños pequeños cuando vamos a darles cariño!»

Charles Baudelaire

Cigarras y hormigas.

Cigarras y hormigas.

Durante ese verano, ese otoño y esa primavera la cigarra cantó, leyó libros maravillosos, se hinchó de frutas de comarcas lejanas, fornicó y bebió hasta desfallecer, durmió sobre el humo de las ramas del sauce. Mientras, la hormiga -que sabe leer y conoce la historia- saqueó con su modestia la montaña, llenó de hojas, migajas y restos de vecinos muertos toda su cueva. Meticulosa, la hormiga pasó el año ahorrando para cuando el viento y la lluvia feroz.

Y llegó el invierno (como suele suceder en la literatura y en el mundo) y arrasó con todos los planetas. Del reino sólo quedaron raíces y hojas de plátano, susurros atrapados bajo el hielo, cadáveres simples y pequeños (cigarras y hormigas, por ejemplo).

Alberto Barrera

Correos y telecomunicaciones.

Correos y telecomunicaciones.

Una vez que un pariente de lo más lejano llegó a ministro, nos arreglamos para que nombrase a buena parte de la familia en la sucursal de Correos de la calle Serrano. Duró poco, eso sí. De los tres días que estuvimos, dos los pasamos atendiendo al público con una celeridad extraordinaria que nos valió la sorprendida visita de un inspector del Correo Central y un suelto laudatorio en La Razón. Al tercer día estábamos seguros de nuestra popularidad, pues la gente ya venía de otros barrios a despachar su correspondencia y a hacer giros a Purmamarca y a otros lugares igualmente absurdos. Entonces mi tío el mayor dio piedra libre, y la familia empezó a atender con arreglo a sus principios y predilecciones. En la ventanilla de franqueo, mi hermana la segunda obsequiaba un globo de colores a cada comprador de estampillas. La primera en recibir su globo fue una señora gorda que se quedó como clavada, con el globo en la mano y la estampilla de un peso ya humedecida que se le iba enroscando poco a poco en el dedo. Un joven melenudo se negó de plano a recibir su globo, y mi hermana lo amonestó severamente mientras en la cola de la ventanilla empezaban a suscitarse opiniones encontradas. Al lado, varios provincianos empeñados en girar insensatamente parte de sus salarios a los familiares lejanos, recibían con algún asombro vasitos de grapa y de cuando en cuando una empanada de carne, todo esto a cargo de mi padre que además les recitaba a gritos los mejores consejos del viejo Vizcacha. Entre tanto mis hermanos, a cargo de la ventanilla de encomiendas, las untaban con alquitrán y las metían en un balde lleno de plumas. Luego las presentaban al estupefacto expedidor y le hacían notar con cuánta alegría serían recibidos los paquetes así mejorados. «Sin piolín a la vista», decían. «Sin el lacre tan vulgar, y con el nombre del destinatario que parece que va metido debajo del ala de un cisne, fíjese». No todos se mostraban encantados, hay que ser sincero. Cuando los mirones y la policía invadieron el local, mi madre cerró el acto de la manera más hermosa, haciendo volar sobre el público una multitud de flechitas de colores fabricadas con los formularios de los telegramas, giros y cartas certificadas. Cantamos el himno nacional y nos retiramos en buen orden; vi llorar a una nena que había quedado tercera en la cola de franqueo y sabía que ya era tarde para que le dieran un globo.

Julio Cortazar

Cotidiana.

Cotidiana.

Tras una discusión, coloqué a mi mujer sobre la mesa, la planché y me la vestí. No me sorprendió que resultara muy parecida a un hábito.

Miguel Gomes

El idiota.

El idiota.

Cuando el sabio señaló la luna, el idiota se quedó mirando el dedo del sabio, y vio que se trataba del índice. Era un dedo arrugado, envuelto en una epidemis desgastada, cuyo tejido anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre, fragmentado en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en forma de tabique, debido a las líneas irregulares que en grupos de cinco separaban a las falanginas de las falangetas. Por la parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas líneas eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio era tan viejo que la piel del nudillo era un pellejo de consistencia inerte, y hasta tenía ciertas marcas de los mordiscos leves que el sabio le había dado en los momentos de reflexión.

En los demás dedos del sabio había ciertos vellos, que el idiota apenas conseguía registrar con el ojo, tal era su concentración en el índice, distintos de aquellos por ser lampiño, con los poros más grandes y de una uña más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su superficie se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y brillaba. El contorno de la cutícula estaba perfectamente dibujado; no había en su línea cóncava ni el más mínimo desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y puntiagudo, formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba a veces, encontrando en él una especie de centro universal cuyo significado desconocía. Se detuvo por fin el idiota en la parte superior de la uña, que coincidía exactamente con el nivel de la yema y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio, perfectamente reflejada y redonda, a la luna.

Gabriel Jiménez Emán

Tatuaje

Tatuaje

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.

La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos, breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del oeste. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marinero emprendió el ansiado viaje a la eternidad.

En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, lentamente fue cediendo terreno. Concertaron una cita; y la noche convenida ello lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal

Ednodio Quintero

Una ciudad.

Una ciudad.

Sé que es una ciudad por las leves criaturas transparentes que la habitan; por ese cisne mortal y sombrío; por los signos venenosos en los labios de los amantes; por algunos chopos secos en un claustro; porque no siento mis pies y la niebla me envuelve.

En medio de la multitud me pesa la vida como un remordimiento. Las flores son arena, y la arena entre pensamientos yace. No quiero estos muros por horizonte, estas soledades altivas.

Me gustaría saber escribir versos. Sobre aquel terrado me ha parecido ver una estrella pálida...

Joaquín Marín


Blues.

Blues.

Cayó noviembre como un verso deshojado, sin resuello, inútilmente olvidado. Y ella, que ya no vivía, se deshizo en lágrimas por todas las primaveras encerradas en los necios otoños.

Joaquín Marín

EL OTRO YO.

EL OTRO YO.

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el proposito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

Mario Benedetti

DE LA APARIENCIA DEL SER.

DE LA APARIENCIA DEL SER.

Cuando, aún siendo joven, se descubrió poeta -había elaborado al menos diez poemas aceptables-, creyó que debería, además, parecerlo, por lo que se esforzó en adoptar la pose de aquéllos que la gente tomaba por artistas o algo por el estilo con tan sólo mirarlos. Apenas le costaba gran trabajo, ya que era melancólico y un poco atormentado. De por sí su mirada era profunda, apenas visitaba al peluquero y se afeitaba poco. Todo el mundo decía: "Ése que veis ahí seguro que es poeta". Él, feliz, sonreía. Pero un nefasto día un hombre lo llamó Gustavo Adolfo sin ser ése su nombre. Se sintió tan ridículo que dejó de prestarle atención a su aspecto y, a partir de ese día, escribió bellos versos en los que se fundían en una sola cosa el ser y la apariencia.

© Antonio Redondo Andújar

HABÍA UNA VEZ UN HADA.

HABÍA UNA VEZ UN HADA.

HABÍA UNA VEZ... UN HADA...

...muy bella que protegía un bosque encantado.

Su belleza era tanto externa como interna. Sus largos cabellos rosados acariciaban sus pequeños hombros; sus profundos ojos violetas reflejaban los destellos del sol; su sonrisa era dulce y tibia como un beso matinal y su voz contenía todos los sonidos de la Naturaleza.

Su cuerpo estaba cubierto por una larga túnica azul; abrazaba su cintura un hilo de luna y sus pies estaban protegidos por hojas de abedul.

Sus manos eran perfectas: suaves al tacto, prolongaciones de Amor y de caricias divinas.

Sobre su frente brillaba un punto de luz, como un diamante puro, pero la principal característica estaba en su pecho: tenía una enorme estrella dorada que titilaba al compás de su respiración.

Asombrada por lo que veía me acerqué a ella y sin hablar nos comunicamos, sólo a través de la intuición y de la imaginación. Fue maravilloso lo que descubrí: me reveló su secreto, que, en realidad no era un secreto sino algo que todos poseemos.

Sentí y percibí dentro de mí el supremo mensaje. Estaba envuelto con luces mágicas y decía algo así:

"Siempre que tengan un ratito... jueguen".

"Siempre encuentren motivos para reírse".

"Siempre que tengan oportunidad... abracen a sus seres amados y demuéstrenles cuánto los tienen en cuenta.

"Siempre ¡¡¡ sean felices!!!.

"Siempre sueñen que se cumplen todos los deseos".

"Siempre traten de demostrar Amor a TODOS los seres de la Naturaleza, de todos los reinos, a las plantas, a los animales, a las personas, a las piedras, a lo que vemos y a lo que no vemos pero percibimos.

"Siempre consoliden un Mundo Mejor, un Mundo sin lágrimas, un Mundo sin guerras, un Mundo sin violencia, un Mundo lleno de Amor y Alegrías, un Mundo en el que TODOS compartamos las ganas de vivir AMANDO"...

Me sentí inmersa en una nube de Felicidad, y fue conmovedor cuando descubrí que en mi pecho también brillaba una enorme estrella dorada que titilaba al compás de mi respiración.

Tuve la certeza de que TODO ES POSIBLE, de que TODO DESEO SE CUMPLE SI NACE DESDE LO MÁS PROFUNDO DEL ALMA.

No encontraba un nombre para ponerle a lo que estaba sucediendo, pero de repente recordé que "en el lenguaje de la Luz los nombres no cuentan".

El hadita que protegía el bosque encantado me contó, ahora sí con palabras, que un Ser muy importante y muy especial le había concedido la misión de regalar estrellas y colocarlas en los corazones de todos los seres que desearan vivir un mundo nuevo y feliz.

Me reveló que TODOS poseemos, dentro de nosotros, un bosque encantado. Un bosque lleno de enormes árboles y perfumadas flores. Un bosque pintado con gotas de rocío y coloreado con luz de luna. Un bosque habitado por millones de seres que colaboran y trabajan para que luzca más bello: gnomos y duendes se encargan de ello. Un bosque mágico que envuelve en su centro la esencia de todo lo que es y de todo lo que existe: el AMOR...

El hadita que protegía el bosque encantado (que no era otra que yo misma) me invitó a recorrerlo y a regalar estrellas y a colocarlas en los corazones de los seres decentes deseosos de compartir un Mundo de Amor.

Así lo hice: descubrí que todos anhelamos el bien, la felicidad, la salud, la paz, la alegría de saber que somos amados por el Amor.

Coloqué en infinitos corazones la Estrella Dorada. Cada una brillaba a su manera, pero todas lo hacían. Cada una era una especie distinta, pero todas conformaban el inmenso bosque encantado que es el Universo.

Dentro de todos hay una bella hada que nos protege, que vela por nuestro interno bosque mágico, que posee una tierna mirada y una dulce sonrisa, que acaricia con sus cabellos rosados nuestros hombros cansados, que nos mima con sus manos divinas y que hace brillar en su plenitud a la gran Estrella Dorada que es regalo de la Vida.

Es mi más sincero deseo que logres descubrir a tu Estrella Dorada. Sólo hay que anhelarlo firmemente y con certeza. Cerrando los ojos, alivianando la mente, entregándose al Amor e internándose en el Bosque Encantado lo lograrás y conseguirás encontrarla.

Anímala para que brille como ella sabe hacerlo y serás y te convertirás en un Ser Mágico. En su centro sus destellos cantan:

"TODOS Y TODO SE FUNDE Y SE CONFUNDE EN EL AMOR"

Desconocido.