Sopló...
Sopló una ligera brisa que revolvió con armonía mi cabello. La última hoja del castaño cayó, y un escalofrío estremeció todo mi interior haciéndome sentir con una horrible fuerza el dolor de la soledad. Llegaba el invierno y una vez más, desde el porche, veía pasar el día con trémula incredulidad.
Entré en casa y me derrumbé sobre un sillón de amplias orejeras. El fuego de la chimenea reconfortaba la estancia.
- Parece mentira que sea pintora, últimamente no vendo un cuadro. Otro sábado más en el que la inspiración está escondida en un oscuro rincón.- me susurró una y otra vez mi conciencia.
Paseé la mirada por el salón deseando que las musas de Dalí apareciesen para socorrerme antes de que un naufragio se apoderase de mi carrera. Y entonces…en una repisa de la estantería de madera de cerezo donde se acumulaban los tomos de una envejecida enciclopedia ¡la vi!: mi foto de la felicidad; toda la familia reunida y enmarcada para que el tiempo no pasase por ella, lástima que para los que la formaban, sí transcurriese.
Me quedé atónita ante la sorprendente idea que acudió a mi mente: Pintaría la vida con su increíble forma abstracta.
Sin darme cuenta, mis piernas se dirigieron hacia el estudio. Me senté ante el caballete y guié el pincel como caballo hacia la libertad .Mi imaginación se desbocó.
En el centro del lienzo tracé un parchís: ahí estaba mi abuela y esas interminables partidas en las que yo siempre perdía. En el color verde de éste, pinté la hierba sobre la que emergía un robusto roble al que le di más realismo añadiendo un tipo de pasta para acentuar sus vetas; así se mostraba mi padre, amante de la naturaleza y siempre seguro de sí mismo. Serpenteándolo, un río de aguas cristalinas reflejaba la sinceridad de mi madre, dirigiéndose hacia el mar con firme determinación; con ayuda de las acuarelas conseguí dar esa sensación de transparencia. El cielo azul del parchís hacía resaltar una montaña nevada en su cumbre que evocaba con simpatía a mi hermana pequeña comiendo lo que le parecían ser copos de merengue. Una taza de chocolate se calentaba sobre el color rojo del tablero, y a su lado un plato con churros representaba el desayuno predilecto de mi abuelo en los fríos días de invierno. Justo a su derecha, mi muñeca preferida lucía un vestido de sevillana de amplios vuelos y lunares que me había cosido mi otra abuela en una de las tardes de fuetes lloviznas. Más abajo, en el mihrab de una mezquita sobresalían esbeltas figuras y filigranas de cobre ( que en realidad era pan de oro de tonos otoñales) con incrustaciones de azabache, mostraba el interés de mi hermano hacia las demás culturas. La circunferencia que correspondía al color amarillo, estaba formada por doradas espigas como las de los campos de Castilla cuando me encontraba jugando con mis primos. Al atardecer su brillo impregnaba el ambiente de acogedora esperanza.
Gracias a todo ello, pude darme cuenta de que compartía recuerdos con aquellas personas, y sobre todo, no estaba sola a pesar de la distancia que nos separaba. No os podéis imaginar la felicidad que me embargó al pensar en ello: era mi Retrato hacia el pasado. ¿Y yo? No estaba en el cuadro…Sin embargo me sentía equivalente a una ficha del parchís, a la que le quedaban muchas etapas y casillas por las que pasar para llegar al final.
Adastrea
2 comentarios
Sakkarah -
Un beso y gracias por pasar.
David Santos -
Buen fin de semana