Los cipreses...
Los cipreses van señalando el camino. Majestuosos, consiguen que se haga un nudo en las entrañas; pero tengo que seguir el impulso que me guía hacia delante.
El caserón de estilo victoriano, no podía ser menos, impresiona por sus ruinas, pero el gato me hace pensar que dentro palpita aún la vida.
El chirrido de la puerta me encoge el corazón. Trago saliva, hay que ser torera de capote al aire, que los vientos ondulen
Una luz de sucio amarillo se dejaba ver por la rendija entreabierta. Azulejos gigantes, de blanco grasa, me daba su reflejo opaco. Me perdía por los grises suelos porosos y mi corazón empezó a latir acelerado al encontrarlos. Tan gigantes, poseídos. Sus caras no eran agradables, y las afeaba un rictus de amargura. No existía al sonrisa. Sus ojos de acero no reparaban en mi. Ellos tan majestuosos, con sus altos gorros blancos, sólo se ocupaban de guisar. Enormes cacerolas rojas encerraban entre sus paredes negras, lo que se cocía.
Hedía, era difícil soportar el aroma que soltaba el guiso de los prepotentes ciervos. No soportaba esa mirada metálica y esa mueca torcida de sus gentes. Su altura...
Salí corriendo para sentarme al pie del primer ciprés. No podía alejarme, pero me negaría a comer sus misteriosos potingues. No quería soportar su gesto cruel, ni fría mirada.
Yo, al pie del árbol, amiga de las hormigas.
Sakkarah
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